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Tenemos la sensación de que no está claro lo que pasó. Prefiero no dudar de la atención médica, aunque fueron totalmente oscuros y fomentan la sensación de desconfianza. Hemos tenido siempre una percepción buena del centro salvo ahora, que estamos muy enfadados porque el trato final ha sido horroroso, con una falta total de tacto. Imagino que estaban desbordados, pero no por ello les disculpo», afirma Ana Sacristán Cabo al referirse a la residencia Orpea, donde murió su madre, María Cabo Vallinas, de 94 años, el pasado 21 de abril víctima del coronavirus. Llevaba residiendo allí tres años y, desde el 14 de marzo, ni Ana ni Eusebio, su hermano, pudieron verla, al estar cerrado el centro a visitas.
«Yo iba a ir ese día a ver a mi madre, que hacía un mes que no la veía porque trabajo en León (es profesora de Matemáticas en Secundaria), pero me llamó mi hermano y me dijo que no viniera. Desde ese momento nos han ido informando una vez a la semana y le hicieron una videoconferencia a mi hermano con ella, pero mi madre no estaba atenta porque no entendía qué era eso», señala Ana Sacristán, que recuerda cómo el 14 de abril les llamaron de la residencia para decirles que su madre había dado positivo, pero que estaba sin síntomas.
«El 20 de abril nos volvieron a llamar diciendo que estaba bien, pero en la madrugada del día 21 tuvo problemas respiratorios y le llamaron a mi hermano para decirle que había que tomar una decisión, si llevarla al hospital para ingresarla o bien dejarla en la residencia. Cuando mi hermano volvió a llamar para decirles que llevaran a mi madre al hospital, el médico le dijo que acababa de morir», asegura Ana, molesta con el trato que han recibido desde la residencia Orpea.
«No hemos tenido ni notificación de pésame, pero en cambio a mi hermano, cuando mi madre ya había muerto, le mandaron un email hablando de cómo estaban tratando el tema del coronavirus, del protocolo... El director llamó después para pedirnos disculpas, pero a los dos días volvieron a mandar otro mensaje cómo si mi madre estuviese viva. Así ya nos indignamos y mi hermano mandó un correo afeándoles el despiste y el poco tacto y exigiéndoles a la vez información médica sobre la muerte de mi madre», comenta Ana, que recuerda la despedida «terrible» de su madre, «con tres personas solo en el entierro y los tres separados, sin poder darnos ni un beso ni un abrazo, con una sensación de soledad tremenda».
Un triste final para una mujer «muy alegre y sociable» como era María Cabo. «A ella le encantaba relacionarse, le gustaba mucho el 'palique', no como a mi padre, más serio y retraído», agrega Ana, quien, como su hermano Eusebio (también docente, fue director del Galileo), nacieron en Valladolid, aunque su madre procediera de Valderas (León), donde vivió hasta que conociera al que luego fue su marido, Eusebio Sacristán.
«Mi padre nació en Cerezo de Arriba, en Segovia, y trabajaba en Telefónica poniendo líneas. Fue a Valderas a trabajar y se hospedó en la fonda Gatito, que llevaba una tía de mi madre. Se conocieron y, con 22 años, mi madre tenía ganas de irse del pueblo, se casaron y se fueron a Santander por traslado de mi padre, luego fueron a Luarca (Asturias) y después vinieron ya a Valladolid porque mi padre odiaba el clima de Asturias y solicitó el traslado a un sitio más seco, por su trabajo a la intemperie poniendo postes. Valladolid era un sitio seco y llanito para poner líneas», hace hincapié Ana, que recuerda cómo sus padres, en sus comienzos en Valladolid, vivieron en habitaciones con derecho a cocina en la calle Perú y en La Victoria, hasta que les tocó un piso en la calle Doctor Ochoa, donde residían muchas parejas jóvenes con niños y se hacía mucha vida en la calle, lo que facilitó la integración para una persona alegre como era María.
«Fue muy buena madre, que dedicó su vida a cuidarnos. Me acuerdo de que jugaba mucho con nosotros, hasta a los dardos en el pasillo de casa, que los tiraba muy bien», evoca Ana Sacristán, a quien la voz se le encoge cuando habla del deterioro físico que empezó a sufrir su madre ya en el 2000.
«Mi hermano y yo estábamos ya fuera de casa. Mi madre se cayó en la calle y se rompió el húmero, curó mal y hubo que operarla, tuvo el brazo derecho inmovilizado un año y mi padre, que era cinco años mayor, tuvo que ocuparse de todo. Eso les empezó a hundir a los dos. Unos años más tarde, a mi madre se le cayó una cazuela con agua hirviendo en las piernas y tuvieron que hacerle un injerto de piel, estuvo mucho tiempo ingresada en el hospital y eso marcó ya de forma definitiva el deterioro físico de los dos», explica Ana, quien, en el año 2009 y como el resto de su familia, sufrió un varapalo con la repentina muerte de su padre.
«Mis padres vinieron a León a pasar las Navidades conmigo, mi padre se puso malo en Nochebuena y al día siguiente se murió por un fallo cardiaco sistemático. Tenía 89 años y fue un palo tremendo para todos, pero para mi madre aún más. Mi padre decía siempre que ojalá lo suyo fuese rápido, y se cumplió lo que pedía», señala Ana, que, junto con su hermano Eusebio, decidió que su madre pasara una temporada con cada hijo en lugar de estar sola en su casa.
«Así estuvimos tres o cuatro años, turnándonos entre los dos, pero hace tres años mi madre se cayó en casa de mi hermano y se rompió la pelvis, dejó de andar y nos era imposible moverla, así que nos vimos obligados a tomar la dura decisión de ingresarla en la residencia Orpea. Es algo que te genera una sensación de culpa, porque pierdes el control sobre tu madre. Ella empezó a decaer de la cabeza, a sufrir un deterioro cognitivo, ya no era ella, aunque nos conoció hasta el final», añade Ana Sacristán, que insiste en la buena opinión que su hermano y ella han tenido siempre sobre la residencia Orpea hasta ahora, que se ha visto empañada por el trato opaco recibido en el adiós de su madre.
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José María Díaz | Palencia y Francisco González
Ivia Ugalde, Josemi Benítez e Isabel Toledo
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